Llega un momento en la vida, en que ya nada vale nada. Lo que tienes es aire, lo que has hecho es un suspiro y lo que de ti piensen los demás, por fin, deja de importar. La antesala de la muerte es un curioso escenario en el que solo cuenta lo que eres. Y ni siquiera tus propios recuerdos son importantes, aunque sí los que dejarás en el mundo que abandonas. Lo que has querido, lo que has amado y el cariño que hayas generado será tu único equipaje para la aventura de la eternidad. Una caricia será un tesoro, una mirada un paraíso y la conciencia tranquila, el mejor bálsamo ante la mirada de la dama de negro. Si llegado el momento, el del último aliento, los tuyos están ayudándote a cruzar el puente, el miedo no podrá abalanzarse sobre ti. La muerte, como todos los grandes misterios de la vida, es quien da sentido a nuestra existencia. En realidad, la vida no es otra cosa, que la búsqueda de nuestra divinidad interior, antes de llegar a unirnos para siempre con ese “algo” infinitamente más grande que nosotros que no sabe de tiempo ni espacio.
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